Tiernamente recuerdo cómo, desde una infantil cosmovisión, mis disquisiciones políticas se reducían al politiqueo habitual de los magacines televisivos y las discusiones de sobremesa familiar. Como tantos de mis congéneres, fui formado en un entorno donde la derecha era considerada la quintaesencia de las bondades y la izquierda apenas una muchedumbre informe, dotada de una emotividad intensa, impulsividad, ausencia de racionalidad y sugestionabilidad. Aquello que Gustave Le Bon describió con precisión entomológica como el “alma de la multitud”, una homogeneización de la conciencia individual que parecía declarar la guerra a la “aristocracia del espíritu” de la que hablaban los antiguos.
En aquel “domo” familiar, donde se veneraba a personajes históricos con un aura casi olímpica—el General Franco entre ellos, pero también los patricios romanos que Chateaubriand evocaba con melancólica grandeza en sus Memorias de ultratumba—la adhesión a la derecha no era solo fruto de una meditabunda reflexión sino de una inercia cultural y de un instintivo y no razonado, sin ser necesario serlo, rechazo del igualitarismo liberal. Así fui llevado de la mano para ser de derechas, pero quizá, al estilo de Joseph de Maistre, diría que cada individuo tiene la derecha que puede soportar. La mía era, y sigue siendo, a mi manera.
Con los años, he llegado a pensar que la derecha contemporánea, más que una ideología definida, es una sociología: una comunidad de individuos que, de forma consciente o no, comparte la aspiración a un orden social y político mínimamente jerarquizado, donde la familia—tradicional o no—actúe como célula primaria, y donde exista un contrato social, por conveniencia o convicción, que permita cierta prosperidad material. Basta con observar a nuestro alrededor: cualquier persona que se identifique como “de derechas”, ya sea del PP, de Vox o de sus equivalentes en otros países, se reconocerá en estas metas, aunque difiera profundamente en los medios para alcanzarlas. Friedrich Hayek y Carl Schmitt no sólo no hablan el mismo idioma político, sino que habitan cosmogonías opuestas. El primero exalta la libertad económica como principio ordenador, mientras que el segundo, con su lúcida y perturbadora noción de soberanía como “quien decide en el estado de excepción”, desnuda las ficciones del liberalismo como si fueran meras cortinas de humo para encubrir relaciones de fuerza. A su vez, Alain de Benoist, con su crítica a la uniformización globalista y su defensa de las identidades arraigadas, ofrece una rebelión intelectual que descoloca tanto a liberales como a socialdemócratas y George W. Bush en cambio da traslado de la Doctrina del Destino Manifiesto a la contemporaneidad mediante, lo que muchos consideran un ardid cínico, pero de lo que otros muchos hacen bandera, que es su pretensión universalizadora de la democracia norteamericana por la vía de la fuerza en geografías distantes.
Sin embargo, todos ellos son arrastrados al mismo saco semántico: “la derecha”. Y es precisamente en ese cajón de sastre donde ha surgido la fractura más profunda que hoy la aqueja. Por un lado, la derecha que llamo rigor mortis, no tanto por la edad provecta de sus correligionarios—que en muchos casos coincide—sino por la rigidez cadavérica de su actitud. Por otro, una “nueva derecha” que, aunque nacida al calor de las redes sociales, la inmigración masiva y el colapso de ciertas certidumbres modernas, busca desesperadamente en el pasado las referencias para un porvenir posible.
La derecha rigor mortis es la heredera de un orden mundial diseñado tras la Segunda Guerra Mundial, cuando se alcanzaron cotas de civilización inéditas gracias a generaciones anteriores que obraron con una actitud prometeica. Pero este legado, como advirtió Schmitt, descansa sobre ficciones jurídicas que se presentan como universales cuando no son sino el resultado de un conflicto histórico concreto. Hoy, esta derecha es menos un cuerpo de ideas que una actitud: bumeresca en ocasiones, omertosa en otras. Cuestionar la democracia liberal resulta impensable; sugerir que el mercado puede fallar basta para ser excomulgado como maoísta.
Lo más grave es que esta derecha ha terminado por asumir, casi con naturalidad, consignas auspiciadas por sus adversarios históricos. La religión LGTB, el derecho al aborto elevado a conquista social, la multiculturalidad como dogma incuestionable. Ya sea por cobardía, abulia o por una visión economicista que reduce las naciones a balances contables, la derecha rigor mortis ha desertado del campo de la batalla cultural. En cuestiones tan cruciales como la inmigración, su planteamiento es siempre el mismo: no un problema, sino un remedio barato a la escasez de mano de obra y a los agujeros de los sistemas de pensiones. Para esta derecha, la única riqueza que merece atención es la materialmente cuantificable, medida en índices elaborados por autoridades “independientes”. Es, en el fondo, el mismo esquema del materialismo marxiano visto desde el reverso del espejo: idéntica dependencia de lo material, distinta bandera.
Es absurdo imaginar que cada ciudadano de derechas tiene un stárets ruso, un maestro espiritual que le haya guiado en estas honduras. Pero a nuestros responsables políticos, al menos a aquellos que supuestamente nos representan, sí se les debería exigir esa reflexión. ¿Actúan activamente en contra de nuestros intereses civilizacionales? ¿O son simplemente necios? Si lo primero, la derecha necesita purgarse, recuperar su forma como una parturienta que atraviesa los entuertos del posparto, para que su anatomía—y con ella la posibilidad de defender las máximas civilizacionales—vuelva a la normalidad. Si lo segundo, la culpa es nuestra por haber confiado en inoperantes homicidas de países, esos burócratas globalistas de los que de Benoist nos advierte cuando habla de una élite sin raíces ni compromiso con sus pueblos.
En cualquier caso, urge la reconstrucción de una aristocracia del espíritu, como la que Chateaubriand anhelaba cuando contemplaba con melancolía el derrumbe del Antiguo Régimen. Sólo así podremos plantar cara a la “homogeneización planetaria” denunciada por la Nouvelle Droite y salvar de la anomia a una derecha que corre el riesgo de convertirse en la gestora de un naufragio anunciado.
Gran artículo. Se avecinan los tiempos del cólera y la nueva derecha parece ser que viene a salvar al deteriorado consenso post segunda gran guerra, en vez de superarlo.